martes, 10 de diciembre de 2013

IMPUDICIAS

César Hildebrandt tituló "Impudicias" su columna semanal, aparecida en "Hildebrandt en sus trece" N° 171 (27/09 al 03/10/2013). En ella comentaba el reportaje gráfico realizado por el fotógrafo norteamericano Angelo Merendino de los cuatro años de lucha de su esposa contra el cáncer de mama, el cual finalmente la venció.

Pero, ¿cómo este acto puede ser considerado impúdico? podríamos preguntarnos. Y agregar: ¿no cabe mayor prueba de amor que haber acompañado a su mujer durante todo el proceso de la enfermedad y haberlo registrado para el futuro? Para concluir: ¿Puede llamarse impudicia al homenaje público que él ha decidido hacerle después de muerta?

Pues bien, Hildebrandt se encarga de demostrarnos que estamos tan acostumbrados a la pose, a lo falso y al exhibicionismo, que ni cuenta nos damos cuando ocurre. Es más, hasta nos ofendemos cuando la verdad se muestra sin maquillaje ni falsedades. Pero, ¿qué significa "impudicia"? Significa "deshonestidad, falta de recato y pudor".

Después de leer el siguiente artículo, no dudaremos en convenir con Hildebrandt que ese "homenaje" fotográfico a la esposa con cáncer es una completa impudicia.

La joven pareja posando (cómo no: pal feis)

El clan global. Eso somos. Ya nada es privado. Todo se exhibe. Es un torneo planetario de mutuas impudicias. Los Ningunos reclaman su lugar. Los Nadie son ahora célebres. Es el reino de la democracia mediática: basta estar en Internet para ser en la vida. La fama consiste en respirar. Es la meritocracia de los signos vitales. Ya no hay necesidad de escribir un libro o de inventar algo o descubrir una molécula salvadora para "figurar": basta haber nacido. La estadística se está cobrando una irónica revancha. Es la rebelión de las masas orteguiana en versión virtual. Lo que no saben estos tumultos es que a los dueños del mundo les interesa mucho que las cosas sean así. Este espejismo de "ciudadanía en acción" distrae a la gente de los grandes asuntos: las corporaciones, el imperialismo, las mentiras de la gran prensa, la dictadura del dinero, la masacre de las ideas regeneradoras.

En este reino de la banalidad consentida, el asunto es lucir. Y hasta la muerte sirve para ese propósito. Eso es lo que ha hecho el fotógrafo estadounidense Ángelo Merendino con su mujer Jennifer, a quien fotografió durante los cuatro años que duró su muerte lenta. Desde que le diagnosticaron el cáncer de mama en grado tres, hasta que exhaló el último suspiro.

Dice Merendino que estas fotografías demuestran "nuestro amor". Se equivoca. Demuestran su amor por el exhibicionismo.

No hay tema que esté libre de la acuciosidad notarial de un celular, de una cámara digital, de un testigo de lo insignificante. Los voyeristas de sí mismos exhiben el hámster que aman, el plato de comida que se están sirviendo, la bicicleta que se compraron, el calzón que desprendieron, la multa que les tocó pagar, la beca que obtuvieron, la casa de sus sueños, el helado chorreante que engulleron, la grifería de su baño.

Si un alienígena inteligente hubiese observado nuestra evolución habría notado que somos cada día más estúpidos. Y más arrogantes.

El show no se detiene ni un segundo

Tenemos los mejores sistemas de comunicación y lo que transmitimos es, por lo general, basura: chismes, rajes, fruslerías, comentarios tan "ciudadanos" como bobos. Nunca hemos sido tan ínfimos y tan vanidosos. Es cierto que las redes sociales también han servido para traerse abajo regímenes impopulares. Pero pregúntenles a los egipcios, o a los tunecinos, o a los libios, en qué han terminado esos estallidos sin ideas y sin principios. No vaya a ser que detrás de algunas de esas guerrillas cibernéticas estén los que Assange y Snowden han denunciado con millares de documentos probatorios (de hecho, están detrás de los fanáticos "rebeldes" sirios).

El fotógrafo que registra el deterioro y la agonía de su mujer y los convierte en hecho público, ¿qué pretende? ¿Luchar contra el cáncer? ¿Prevenir? Por supuesto que no. Lo que pretende es entrar en el mercado de las redes sociales y ser parte de la industria de la lástima. Lo que pretende es subir sus bonos a costa de mostrar lo que debió atestiguar a solas, como un amante delicado, y no como un espía o un cazador de imágenes de impacto. El dolor a solas es casi un deber noble, un mandato de las buenas costumbres.

Mostrar el sufrimiento de un ser querido, reportar el acabamiento de una esposa, sólo puede festejarse en el mundo atroz de las televisiones y las redes sociales. Allí, todo vale, no hay fronteras ni frenos ni remordimientos. Un programa de Frecuencia Latina lleva a una pobre chica a confesar, por dinero, que le fue infiel a su novio, presente en el estudio, y luego aparece asesinada por el engañado. Ni el productor ni el conductor reciben citación alguna de ese poder judicial al servicio de García. El premio de la gran plebe es más sintonía. Más dinero. Más auspiciadores.

Y es que en un mundo brutalizado a propósito la muerte es también un negocio. Un gran negocio. Aunque el fotógrafo Ángelo Merendino diga que actúa por amor.

 
La clásica foto "¡Qué gran amor!"


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