El rol de los noticieros (o telediarios)
El telediario, como género, nació en Estados Unidos, al igual que la televisión, fue en junio de 1941 que se produjeron las primeras emisiones regulares de televisión desde el Empire State Building en Manhattan; el primer telediario se emitió en 1943 en Schenectady y, a partir de 1947, aparecen programas cotidianos de información en la programación habitual. Pero, ¿qué función cumplen los noticieros o telediarios en la sociedad? Leamos las agudas reflexiones de Ignacio Ramonet.
El telediario tiene que superar dos limitaciones principales: no puede rebasar los treinta minutos de duración ya que el esfuerzo de atención de los telespectadores es limitado, y tiene que forzar al telespectador a verlo completo, con todas sus rúbricas, por diferentes que sean (economía, deportes, cultura y política), mientras que un lector de periódicos siempre tiene la posibilidad de saltarse lo que no le interesa. Estas limitaciones imponen al teleperiodista la necesidad de ser breve pero interesante; tiene que hacerse comprender y ser capaz de captar el interés, ser sencillo y espectacular, didáctico y atractivo; tiene que elaborar su texto teniendo en cuenta el mínimo denominador de telespectadores. Es, como puede suponerse, un auténtico reto, ya que treinta minutos de telediarios equivalen, en texto escrito, a una página del periódico Le Monde; de ahí la necesidad de abordar tan sólo un número muy reducido de acontecimientos y de tratarlos únicamente de forma muy superficial.
Insensiblemente, las leyes del espectáculo mandan sobre las exigencias y el regidor de la información; los soft news (sucesos, deportes, alegres notas finales, anécdotas...) a menudo son más importantes que los hard news (temas políticos o sociales de verdadera gravedad), y la fragmentación sutil de la actualidad en un mosaico de hechos desprendidos de sus contextos tiene como principal objetivo distraer, divertir sobre lo accesorio y evitar hacer reflexionar sobre lo esencial.
El recurso a "especialistas", a reportajes y a entrevistas pretende dar un sello de autenticidad a lo que no es nada más que una serie de aseveraciones apresuradas y, a menudo, de un simplismo consternante.
Las imágenes son a menudo un problema, porque el aspecto visible de los acontecimientos no explica su esencia o su complejidad; los hechos realmente serios parecen difícilmente representables en imágenes (¿cómo ilustrar la inflación si no es mediante los eternos planos de las etiquetas de los precios de los supermercados?). Inevitablemente, el telediario da prioridad a las imágenes espectaculares (desórdenes en las calles, catástrofes, guerras) y, debido a esta selección realizada en nombre de la calidad visual, se ve condenada a favorecer la anécdota y lo superfluo, a especular con lo emocional insistiendo en la dramatización.
Concebido, en definitiva, como un entretenimiento, el telediario dedica una atención desproporcionada a las pequeñas noticias que giran en torno a la forma de vida de los individuos y que ofrecen una visión del mundo más apacible, menos sombría. Su objetivo es procurar emociones: angustia, dolor, euforia, horror, sorpresa, ésa es la materia de los telediarios. El ritmo de esta mise en spectacle del mundo no deja nada al azar, es el resultado de una exacta dosificación de tensiones, de dramas, de esperanzas y de alivios; esta dosificación toma como modelo los criterios dramáticos de los films de serie B norteamericanos elaborados en Hollywood según los cuales la regla de oro, para mantener un suspenso a un público muy amplio, consiste en introducir un impacto cada diez minutos seguido de una secuencia más tranquila. Y, como en aquellos films para el gran público, se procura no terminar con una nota trágica o excesivamente grave (la audiencia se quedaría abatida), las leyes del happy end exigen finalizar con una nota optimista, una anécdota divertida. Ya que la función del telediario tiene algo de psicoterapia social, debe, por encima de todo, infundir esperanza, tranquilizar sobre las capacidades de los gobernantes nacionales, inspirar confianza, suscitar un consenso, contribuir a la paz social.
La lógica del show business, de la dramatización y de la transformación del telediario en verdadero espectáculo, ha estimulado la aparición de vedettes; algunos periodistas de televisión se han convertido en auténticos stars. En nombre de esta lógica, a fin de que el espectáculo gane en coherencia, los telediarios norteamericanos, desde el principio de los años sesenta, están organizados en torno a un presentador único. Esta especie de arúspice garantiza la unidad de tono y humaniza el discurso periodístico; gracias a él, las informaciones dejan de parecer dispersas y ganan en dimensión humana; adquieren, en el propio sentido de la palabra, un rostro. En Estados Unidos, los grandes miembros del star media system, como Walter Cronkite en la CBS o Barbara Walters en la NBC, son ya instituciones, y ellos mismos se consideran como marcas de fábrica de la televisión; su popularidad es inmensa.
Los telediarios son pues en primer lugar una fuente de beneficios para las cadenas; luego viene la preocupación de informar.
La credibilidad de las informaciones televisadas es más elevada en la medida en que el nivel económico de los telespectadores es más bajo. Las capas sociales más modestas apenas consumen otros medios y no pueden corregir, llegando el caso, la versión de los hechos propuesta por la televisión. El telediario constituye la información del pobre; en eso estriba su importancia política.
La solución a este estado de hecho no es fácil; y una apropiación democrática de los telediarios no modificaría fundamentalmente su naturaleza. Ya que es su forma de desglose y de interpretación del mundo, más que el contenido (transformable) de las informaciones, lo que hace que el telediario masifique. No deja que nadie se forme opinión, para que todos reproduzcan la opinión pública.
Tomado de:
Ignacio Ramonet (1983). La golosina visual. Barcelona: Gustavo Gili
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