sábado, 23 de enero de 2010

EL MARXISMO EN LA OBRA DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Y CIRO ALEGRÍA

Los dos más grandes exponente del indigenismo peruano y sudamericano hablan sobre el socialismo, sobre la revolución rusa y sobre José Carlos Mariátegui, y de cómo el pensamiento marxista influyó profundamente en sus vidas y obras.

IMPRESIÓN DE JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI

Ciro Alegría


No conocí personalmente a José Carlos Mariátegui. ¿Pero quién – peruano, americano- no lo conoció en la zona donde se gusta la belleza o se inquiere por el destino? El fue un artista y un conductor. Fina sensibilidad, catador seguro, maestro de la técnica, dueño de los secretos de la expresión, aprehendió con mirada certera las huidizas formas de la estética. Habría fulgido muy alto tan solamente como escritor, pero su espíritu era un brasa ardiente y no pudo, ni quiso, mantenerse ajeno al conflicto fundamental del hombre. Así, después de una exploración forzada y buida, creyó haber encontrado la ruta. Según el método marxista, él tomó el lugar al lado de los pobre del Perú y del mundo. Luchó, penó, predicó. Pocas voces americanas han sonado con tanta claridad y pureza…

Amauta influyó notablemente en la juventud peruana. Yo era estudiante del Colegio Nacional de San Juan cuando la revista hizo su entrada triunfal en los claustros. Naturalmente, no todos los muchachos abandonaron en definitiva al Búfalo Bill ni a Nick Carter, pero un numeroso grupo fue influenciado. ¡Y en qué forma contagiosa y dinámica!

En Amauta aprendimos los nuevos valores del mundo. En hombre y en ideas. Ese era un panorama muy completo de todo lo que insurgía en artes, letras, ciencias, filosofía, política. Pero no había allí un mero trabajo de exposición ni un barato forcejeo propagandista. La revista aparecía tocada por la emoción superior de la fe; en toda ella se respiraba un clima noble de pasión. El espíritu de director marcaba su impronta.


Aún reconsideramos antiguos nombres, entre ellos el del poeta José María Eguren, tercamente silenciado y prácticamente desconocido. Amauta le dedicó un homenaje.

Este acto provocó después bajo ataques o romas “interpretaciones”. Se dijo que cómo una revista revolucionaria y proletaria podía rendir homenaje a un poeta de minorías y si se quiere de élites.
Es que Mariategui era un espíritu profundo que tomaba para la revolución todas las grandes manifestaciones del hombre. Su vigilancia destacaba el producto típico de la expresión popular – tal era el caso del escritor criollo Abelardo Gamarra – como el artista fino que por el momento campeaba en reducidos estadios. Tengo para mí que el homenaje a Eguren es una de las acciones más lúcidas y reveladoras de José Carlos Mariategui. Él no confundía los altos fines de la revolución con los de un inmediato y elemental populismo.




Recuerdo al hermoso grupo sanjuanista nacido al calor de la nueva fe: allí “Checo” de los Ríos, “Grillo” Vargas, “Chayo” Tello, Gutiérrez, “Pato” Godoy, Cabrejos y tantos más. Si es un lugar común del hombre añorar tiempo juveniles, nosotros - en cualquier circunstancia que nos ha aproximado la vida - lo hemos hecho no para celebrar, como sucede frecuentemente en estos casos, la fútil alegría de la irresponsabilidad sino las primeras emociones de la forja. En aquellos tiempos nos reunimos por nuestro lado en el pequeño periódico del que me dieron el comando. Los directores del colegio vivían preocupados y atormentados. Uno de ellos, espíritu complaciente y benévolo, fue removido. El otro, un gringo que sabía mucho de ciencia, pero sin duda muy poca alma juvenil, nos atribuía intenciones sinistras y decididamente infames. Cumplió con su deber honestamente al leer su memoria de fin de año – 1927 – dándonos un recio varapalo y refiriéndose a muy duros términos a la influencia perniciosa de las ideas “disociadoras”. Tiempo después lo vi, así como a otros personajes oficiales, encabezando un mitin de adhesión a Leguía, con motivo de un atentado contra éste. Acaso nuestro buen director habría cambiado de opinión, por lo menos en lo relacionado con nuestros influenciadores, si se hubiera enterado, de que uno de ellos, Mariátegui, se opuso a que varios obreros que acudieron a consultarle atentaran personalmente contra ese gobernante. Para Mariátegui la revolución era un acto social, multitudinario, y no un hecho particular de vida o muerte. En cambio fueron gentes de ideas de orden, de la clase a la cual nuestro director saludaba complacidamente, quienes en varias ocasiones pretendieron cazar al mismo Presidente Leguía como a un pájaro.



Uno de los miembros del grupo estudiantil, Carlos C. Godoy - que escribía interesantes poemas – tenía unos familiares aficionados a las letras. Una de sus tías fue a Lima y visitó a Mariátegui. ¿Qué novedad trajo? La de que Mariátegui era un inválido. La noticia nos conmovió a fondo. Todo esto era tremendo y al mismo tiempo grandioso. He allí que el maestro, el que escribía tan hermosas páginas, resplandecientes, era un hombre magro y enfermo, cojo, obligado a movilizarse en una silla de ruedas. Entones se nos evidenció en todo su magnífico valor la potencia espiritual de ese hombre que, venciendo la flaqueza de la carne y el fuego consumidor de la fiebre, había convertido una dolorosa silla de lisiado en una tribuna de fe.

Creo necesario advertir, de primera intención, a in de que se perciba con claridad el tono exacto de mis palabras, que pertenezco a una generación que abrió los ojos ante el panorama universal cuando la revolución rusa hacía algunos años que elevaba su alta llama en el horizonte. En vano nuestros maestros trataban de sugestionarnos y ganarnos para su causa confiriendo a su revolución, o sea a la francesa, la dignidad de la antorcha. Nosotros no la veíamos o, mejor dicho, queríamos ignorarla. La que nos alumbraba, la nuestra, era la rusa. Siguiendo su luz hemos caminado durante largos años. No ha sido un viaje exento de tormentas…


UN MENSAJE VIVO DE MARIÁTEGUI

Una tarde, me llamo Orrego a su oficina. Allí recibimos un mensaje de Mariátegui. Permítaseme emplear la palabra mensaje, aunque literalmente, no se trataba de nada de eso. El mensaje era vivo y humano, desvinculado de todo recado especial, un obrero. No sé qué impresión causaría a Orrego, porque él había ido a Lima, tratado a Mariátegui y por lo demás, cambiaba correspondencia frecuentemente con él. Yo vi en ese trabajador a un hombre enfervorizado y resuelto como no me había sido contemplar ninguno hasta ese momento. Hablaba con orgullo y vehemencia, pero sin fanfarronería, de las grandes tareas de los trabajadores y mezclaba en todo ello el nombre del director de Amauta. Corrieron los minutos. Lo invité a tomar algo. Nos servimos té en uno de esos restaurantes tan comunes en el Perú, tras cuyo mostrador un asiático amarillo mira desde Cantón o Tokio con lentos ojos oblicuos. Allí continuó hablándome. Mariátegui se me apareció, en ese alma, actuante y creador como en las páginas de su revista. El obrero, personalmente, era un moreno alto, patrón de un pequeño barco guanero, casi un lanchón, de los que reparten el estiércol fertilizante extraído de las islas peruanas entro los puertos del litoral. Había llegado a Salaverry y aprovechó para dar “un saltito” hasta el diario. Al día siguiente, regresó llevándonos algunos folleros y revistas. Dos años después, lo volví a ver en una fotografía de la capilla ardiente donde se veló a Mariátegui. Es una placa que se ha divulgado bastante. El obrero moreno está al fondo reverentemente inclinado, mirando hacia la luna del féretro…

Tomado de la revista MAGISTERIO, Año 5 - Nro 18 Julio 1999.

“No soy un aculturado…”


En recuerdo de José María Arguedas


El 2 de diciembre pasado se han cumplido 40 años de la desaparición física del maestro. Como recuerdo y homenaje publicamos el discurso de José María Arguedas, cuando le entregaron el premio Inca Garcilaso de la Vega en octubre del año 1968.

Acepto con regocijo el premio Inca Garcilaso de la Vega, porque siento que representa el reconocimiento de una obra que pretendió difundir y contagiar en el espíritu de los lectores el arte de un individuo quechua moderno, que gracias a la conciencia que tenía del valor de su cultura, pudo ampliarla y enriquecerla con el conocimiento, la asimilación del arte creado por otros pueblos que pusieron medio más vastos para expresarse.





La ilusión de juventud del autor parece haber sido realizada. No tuvo más ambición que la de volcar en la corriente de la sabiduría y el arte del Perú criollo el caudal del arte y la sabiduría de un pueblo al que se consideraba degenerado, debilitado o “extraño e impenetrable” pero que, en realidad, no era sino lo que llega a ser un gran pueblo, oprimido por el desprecio social, la dominación política y la explotación económica en el propio suelo donde realizó las hazañas por las que la historia lo consideró como un gran pueblo: se había convertido en una nación acorralada, aislada para ser mejor y más fácilmente administrada y sobre la cual sólo los acorraladotes hablaban mirándola a la distancia y con repugnancia o curiosidad. Pero los muros aislantes y opresores no apagan la luz de la razón humana y mucho menos si ella ha tenido siglos de ejercicio; ni apagan, por tanto, las fuentes del amor de donde brota el arte. Dentro del muro aislante y opresor, el pueblo quechua, bastante arcaizado y defendiéndose con disimulo, seguía concibiendo ideas, creando cantos y mitos. Y bien sabemos que los muros aislantes de las naciones no son nunca completamente aislantes. A mí me echaron por encima de ese muro, un tiempo, cuando era niño; me lanzaron en esa morada donde la ternura es más intensa que el odio y donde, por eso mismo, el odio no es perturbador sino fuego que impulsa.


Contagiado para siempre de los cantos y mitos, llevado por la fortuna hasta la Universidad de San Marcos, hablando por vida el quechua, bien incorporado al mundo de cercadores, visitantes feliz de las grandes ciudades extranjeras, intenté convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo: un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada y la parte generosa, humana, de los opresores. El vínculo podía universalizarse, extenderse; se mostraba un ejemplo concreto, actuante. El cerco podía y debía ser destruido; el caudal de las dos naciones se podía y debía unir. Y el camino no tenía por qué ser, ni era posible que fuera únicamente el que se exigía con imperio de vencedores expoliadores, o sea: que la nación vencida renuncie a su alma, aunque no sea sino en la apariencia, formalmente, y tome la de los vencedores, es decir que se aculture. Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua. Deseaba convertir esa realidad en lenguaje artístico y tal parece, según cierto consenso más o menos general, que lo he conseguido. Por eso recibo el premio Inca Garcilaso de la Vega con regocijo.


Pero este discurso no estaría completo si no explicara que el ideal que intenté realizar, y que parece que alcancé hasta donde es posible, no lo habría logrado sino fuera por dos principios que alentaron mi trabajo desde el comienzo. En la primerajuventud estaba cargado de una gran rebeldía y de una gran impaciencia por luchar, por hacer algo. Las dos naciones de las provenía estaban en conflicto: el universo se me mostraba encrespado de confusión, de promesas, de belleza más que deslumbrante, exigente. Fue leyendo a Mariategui y después a Lenin que encontré un orden permanente en las cosas; la teoría socialista no sólo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y lo cargó aun más de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico. No pretendí ser jamás ser un político ni me creí con aptitudes para practicar la disciplina del partido, pero fue la ideología socialista y el estar cerca de los movimientos socialistas lo que dio dirección y permanencia, un claro destino a la energía que sentí desencadenarse durante mi juventud.


El otro principio fue el de considerar siempre el Perú como una fuente infinita para la creación. Perfeccionar los medios de entender este país infinito mediante el conocimiento de todo cuanto se descubre en otros mundos. No, no hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados del calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. No por gusto, como diría la gente común, se formaron aquí Pachacamac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariategui y Eguren, la fiesta del Qoyllur Riti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a 4000 metros; patos que habitan en lagos de altura donde todos los insectos de Europa se aogarían; picaflores que llegan hasta el sol para beberle su fuego y llamear sobre las flores del mundo. Imitar desde aquí resulta algo escandaloso. En técnica nos superarán y dominarán, no sabemos hasta qué tiempo, pero en arte podemos ya obligarlos a que aprendan de nosotros y lo podemos hacer incluso sin movernos de aquí mismo.


Ojalá no haya habido mucho de soberbia en lo que he tenido que hablar; les agradezco y les ruego dispensarme.


Palabras de José María Arguedas en el acto de entrega del premio “Inca Garcilaso de la Vega” (Lima, Octubre 1968) En Obras Completas Tomo V p13-14 (Lima, Editorial Horizonte, 1983)
Tomado del diario La Primera Página Cultural, Diciembre 2009.







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