Hugo Chávez
El fallecimiento de Hugo Chávez ha generado respuestas tanto de la "derecha" como de la "izquierda". Sin embargo, ninguno puede dejar de reconocer que Chávez se enfrentó directamente al imperialismo norteamericano y lideró decididamente la iniciativa latinoamericana por la independencia y autonomía frente al "gendarme universal". Es por eso, tal como señala César Hildebrandt, que su desaparición es lamentable.
La muerte les sienta bien
Mr. Fritz Du Bois está feliz. Luis Galarreta está satisfecho. El primer fue un seguro servidor burocrático de la autocracia fujimorista. El segundo es nuestro José Millán Astray, pero sin heroísmo. Pero también está exultante Jaime Bayly, el autobiográfo más legañoso de nuestra historia cómica. Y solemnemente celebratoria está Mónica Delta, ese ejemplo de dignidad periodística durante el reinado fujimorista.
La muerte de Hugo Chávez le sienta bien a la derecha nacional. Pero también a la internacional.
- Uno menos -deben haber dicho en la Casa Blanca.
En Washington, en Tel Aviv, en Madrid y hasta en Bruselas los funerales de Chávez resultan bienvenidos. El sistema mundial, que produce indignados, colas de desempleados, suicidas hipotecarios, banqueros de basurero y berlusconis en mancha, festeja a su manera. Un contradictor estridente fuera del escenario siempre es una buena noticia. Lo ha balbuceado en RPP Joselo García Belaunde, ese nadie que aprendió, con gran esfuerzo, a ser ninguno.
Chávez era un Nikita Kruschev del mar Caribe, un Lenin chusco, un Trotsky de mimeógrafo y a veces -muchas veces- un mandón sin límites y un abusivo sin escrúpulos.
Pero era hijo de la decadencia democrática de Venezuela y fue concebido el día en que Acción Democrática y el Copei decidieron deshonrar la memoria de Rómulo Betancourt y convertirse en maquinarias de corrupción y reelecciones alternadas.
Betancourt empezó su vida política luchando contra la dictadura macondianamente conservadora del general Juan Vicente Gómez, que gobernó Venezuela desde 1908 hasta el día de su muerte, ocurrida el 17 de diciembre de 1935.
En 1945, Betancourt, que había fundado Acción Democrática en 1941, se plegó a un golpe de Estado cívico-militar de propósitos sanitarios -sí: hay golpes de Estado imprescindibles- que terminó con el intento del general Medina Angarita de quedarse ilegalmente en el poder. Fue elegido presidente de una transición que duró tres años.
Pero el gorilismo de derechas regresó en Venezuela con el general Marcos Pérez Jiménez, a quien Betancourt también enfrentó.
En 1958 Betancourt fue elegido presidente de Venezuela, que parecía encaminarse a una democracia honrada y tripartidista luego de los acuerdos de Punto Fijo (31 de octubre de 1958).
En 1960 la derecha venezolana -que amó a Gómez y retozó con Pérez Jiménez y que odiaba a Betancourt por su centrismo- quiso matar al presidente Betancourt y estuvo a punto de lograrlo. Para eso contó con el concurso de algunos sicarios del dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo, uno de sus mayores enemigos. Una bomba detonada a distancia mató al jefe de la casa militar y quemó las manos y el rostro de Betancourt, quien terminaría su mandato en 1965. La violencia es una vieja aliada de la política venezolana.
El problema de Venezuela fue que el legado de Betancourt cayó en manos de mediocres y/o ladrones. Leoni, Caldera, Lusinchi o Pérez -no importa el orden- ¿no fueron acaso quienes construyeron el mausoleo de la democracia formal venezolana?
Carlos Andrés Pérez, el consejero financiero de Alan García según se pudo saber, terminó robándose la caja chica de la casa presidencial y ordenando al ejército que disparara a matar a quienes había prometido sacar de la crisis.
Chávez no fue una abrupta pesadilla. Fue construido tras el sueño despilfarrado de una democracia incapaz de destruir pobrezas y groseras desigualdades. Y, además, Chávez no era una gran novedad en el seno de las Fuerzas Armadas venezolanas. Sólo durante el gobierno de Rómulo Betancourt se produjeron tres intentos golpistas por parte de oficiales de rango medio vinculados al Partido Comunista de Venezuela y al MIR y alentados por el régimen de Fidel Castro, cuyo producto mayor de exportación era su propia revolución. Uno de esos golpes fallidos -el de Puerto Cabello- terminó con el bombardeo de la ciudad, lo que ocasionó unos 400 uertos entre rebeldes y población civil. Eso fue en junio de 1962.
Chávez nada tuvo de intempestivo. Y si se quedó fue porque lo reeligieron. Y si lo reeligieron fue porque, a su manera, desató una ola de rabiosa compasión que bajó en 20 puntos la pobreza.
¿Fue un buen gobernante? No lo fue. Creyó que el internacionalismo proletario consistía en regalar el petróleo que era de todos los venezolanos y que la economía podía torcerse a voluntad prescindiendo de precios, mercado, productividad y planes.
¿Fue la reencarnación de Bolívar? Siendo honestos, habría sido el segundo secretario del libertador. Le faltaba la grandeza intelectual de don Simón, su prosa exacta, su tristeza profética, su brillo de estratega, su capacidad de irse.
Pero no siendo ni un estadista ni una repetición milagrosa de Bolívar, Chávez fue el único latinoamericano de estos últimos tiempos que llamó a algunas cosas por su nombre ("ladrón de siete suelas", le dijo a Alan García) y tuvo el coraje de enfrentarse al sórdido imperialismo de los Estados Unidos. Por eso lo odiaban tanto en el patio trasero. Empezando por Uribe y terminando por la resignada Concertación chilena.
Chávez puso el vozarrón, su coprolalia, su indomable rudeza al servicio de la dignidad latinoamericana. Es que los señoritos académicos y los gobernantes de voz moderada eran y son parte del harén de los Estados Unidos. No quedaba otra cosa que gritar, desde algún callejón, lo que Chávez gritó con valentía. Aunque fuese sólo por eso merecería mi respeto. Y mi pena.
Tomado de:
Hildebrandt en sus trece, 8 de marzo del 2013
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