Apología (y autocrítica) de Europa
Rafael Argullol escribe en El país una apología "desesperanzada" de Europa.
La construcción europea apeló más al estómago que a la conciencia. Es verdad que en los primeros lustros hubo todavía estadistas de primera categoría. No obstante, cuando estos empezaron a escasear, se hizo evidente la fragilidad civilizatoria del proyecto europeo. Los avances en la comunicación y en el intercambio mercantil no supusieron un reforzamiento decisivo de la idea futura de Europa: los europeos empezaron a viajar de una punta a otra del continente, a comprar productos de todas las regiones, e incluso a traspasar estudiantes entre las más alejadas universidades, pero, paradójicamente, este dinamismo no apuntaló una arquitectura sólida que alojara un sentimiento común. Los europeos éramos llamados europeos en América o en Asia, pero en Europa seguíamos sin sentirnos europeos pese al mastodóntico despliegue de las instituciones de Bruselas y Estrasburgo. Nuestro pasado era común y, sin embargo, nuestro presente era brumoso y nuestro futuro, incierto.
A juicio de Argullol, la solución a la crisis es política y, sobre todo, cultural. "El único camino posible por parte de Europa es desplazar la centralidad del omnipresente mercado -protagonista espectral, pero absoluto- para devolver el eje de gravedad a la democracia."
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